El pecado y la culpa:  herencia colonial y patriarcal 

La culpa religiosa con la que cargan las mujeres es una herencia colonial. Fabricada desde la colonización cristiana para disciplinar los cuerpos femeninos y justificar su control a beneficio del sistema patriarcal e imperialista. Hoy sigue operando como mecanismo de dominación y hace que los cuerpos femeninos sean dominados por la rígida moral burguesa.

Escrito por Rosa Mexico, Rosa Feminismo Socialista Internacional.

La culpa llegó con el colonizador cristiano, porque los pueblos de esta tierra, no conocían el concepto de “pecado”. La culpa no solo regula el deseo y la sexualidad, sino que impone un orden moral que sostiene estructuras de poder y desigualdad. Los  colonizadores impusieron ideales que partían de una moral católica de miedo: al cuerpo, al placer y al erotismo; una moral conectada a la tradición europea medieval que funcionó como herramienta para controlar a las mujeres y disciplinar sus deseos.

Para poder apoderarse de tierras y recursos, los colonizadores tuvieron que neutralizar la fuerza de los pueblos originarios, desde su autonomía individual hasta su poder colectivo. La religión fue parte del arsenal de este despojo e instauró un sistema de dominio que disciplinó cuerpos, deseos y expresiones. Esta moralidad no es un vestigio del pasado, sigue operando hoy y sosteniendo una moral burguesa que controla cuerpos femeninos y su autonomía.

Desde la conquista, la religión ha sido uno de los principales medios para justificar la expansión territorial y la imposición de valores sociales y morales que servían a las élites económicas. La evangelización despojó las creencias y costumbres de los pueblos originarios. Imponiendo una cosmovisión eurocentrista que legitimó la dominación, la desigualdad y la explotación. 

Como escribio Eduardo Galeano: “En 1492, los nativos descubrieron que eran indios, descubrieron que vivían en América, descubrieron que estaban desnudos, descubrieron que existía el pecado, descubrieron que debían obediencia a un rey y a una reina de otro mundo y a un dios de otro cielo, y que ese dios había inventado la culpa y el vestido y había mandado que fuera quemado vivo quien adorara al sol y a la luna y a la tierra y a la lluvia que la moja.”

En México, en el 2020 el 77.7% de la población se identificó como católica. Aunque la práctica del catolicismo ha disminuido a comparación con el Censo de 1970, cuando alcanzaba el 96%, la influencia de la religión sigue siendo profunda. Los valores religiosos siguen determinando la sexualidad, la reproducción y la posición social de las mujeres y disidencias sexuales mexicanas, perpetuando una moral de culpa instaurada desde la colonización.

Por eso en Mexico del siglo XXI el aborto continúa siendo un tema central. La religión, en particular la católica y algunas variantes protestantes, continuan defendiendo la criminalización del aborto con argumentos morales, diciendo que es un pecado y un crimen moral. Esa misma moral patriarcal y colonial sirve para perseguir y discriminar a las disidencias sexuales, negando a las personas el derecho a existir fuera de la norma heteropatriarcal. Limitando los derechos reproductivos de las mujeres y personas con capacidad de gestar, y se justifican leyes y sanciones que perpetúan la subordinación de los cuerpos y las sexualidades disidentes.

Este enfoque religioso se ha utilizado para limitar los derechos reproductivos de las mujeres, justificando leyes restrictivas y sanciones penales en muchos países. Aunque la ley garantiza derechos fundamentales, la influencia de los religiosos ha dificultado la implementación de políticas más progresistas en materia de derechos reproductivos. Del mismo modo, esta moral conservadora continúa negando derechos básicos a las disidencias sexuales, impidiendo el reconocimiento pleno de sus identidades, de sus familias y de su autonomía sobre el propio cuerpo. El mismo sistema que condena el aborto también censura las identidades que rompen con la heteronorma patriarcal, utilizando la religión como herramienta de control y exclusión social.

El uso de la religión como herramienta de control social refleja una tensión entre los derechos individuales y la moral impuesta desde las instituciones religiosas. Esta influencia no solo condiciona las políticas públicas, sino que también impacta directamente la salud mental y emocional de la comunidad, generando culpa, miedo y desorganizando para exigir sus derechos.

La idea de un Dios de castigo, es parte de un discurso de odio que colma de temor y angustia a las mujeres y disidencias sexuales. La culpa es un  medio de opresión, censura y control que etiqueta mujeres y disidencias sexuales como degeneradas, indecentes, pecadoras o libertinas por luchar por su emancipación, su sexualidad y sus derechos reproductivos. Pero también que enaltece y “santifica” los valores de la sociedad burguesa y patriarcal, y oculta la profundamente decadente y violenta hipocresía que encierra los roles de género y sexuales según los “valores tradicionales”. 

Los valores tradicionales patriarcales están vacíos. El mito de “la familia tradicional” burguesa ofrece tan pocos beneficios para las mujeres y disidencias sexuales de clase trabajadora que este es sostenido por el uso de la culpa católica y el control religioso. Frente a los salarios de miseria, el alza de los costos de vida y la precarización generalizada, solo queda regañar y arañar desde adentro usando la culpa, implantada en la memoria colectiva más profunda de las mujeres y disidencias sexuales mexicanas. Y es que fuimos programadas a través de la evangelización hace siglos para sentir culpa, para controlar nuestra autonomía, nuestra sexualidad y nuestros cuerpos.

Las mujeres y las disidencias sexuales tenemos que romper este ciclo de culpa y dominación. Una manera de descolonizar la violencia y la culpa es que nos reconozcamos como personas autónomas, capaces de desafiar las normas impuestas hacia nuestros cuerpos-colonias, y reproducidas por la moral patriarcal y burguesa. La defensa del derecho al aborto libre, seguro y gratuito es parte esencial de esta descolonización: implica recuperar la soberanía sobre nuestros cuerpos y rechazar la moral religiosa que nos quiere sumisas y culpables por decidir. Tenemos que organizarnos y educarnos para dar la lucha por nuestros derechos reproductivos y cuestionar los roles impuestos por los valores patriarcales para descolonizar nuestros cuerpos, recuperar nuestra sexualidad y afirmar nuestra emancipación. La lucha contra la culpa es personal y política, hay que desmantelar un sistema que históricamente ha usado la religión y la moral para disciplinarnos y controlarnos. 

Cada día desde que nuestro continente fue colonizado la culpa y la moral patriarcal se han perpetuado. Con estos la violencia simbólica y estructural que nos oprime se reproduce. La organización de las mujeres y las disidencias sexuales de clase trabajadora, la acción colectiva y la defensa de nuestros derechos son urgentes: debemos desafiar ahora mismo la herencia colonial que todavía marca nuestros cuerpos y nuestra vida cotidiana.