Expropiando a los expropiadores: por qué llamamos a la nacionalización y a la propiedad pública y democrática

Una alternativa socialista económica incluye muchas características esenciales, tales como  la subida de salarios y reducciones en el horario laboral, impuestos a la riqueza y a la renta, servicios públicos gratuitos y de calidad, etcétera. Pero una demanda central es la nacionalización de recursos económicos y naturales, así como la propiedad democrática de la economía. Aquí Eddie McCabe bosqueja la razón detrás de ello, y explica qué significa.

Escrito por Eddie McCabe, Socialist Party (ASI en Irlanda).

Mientras que el ‘derecho’ a la propiedad privada es fundamental para el capitalismo, la abolición del derecho privado a la propiedad es fundamental para el socialismo. Para ser claros, esto no se relaciona a las cosas que la mayoría de la gente trabajadora posee: las posesiones que han acumulado por gusto o necesidad, sean muebles, vehículos, electrodomésticos o joyería, incluso las unidades residenciales que componen sus hogares. Todos están atados a dichas posesiones, y de hecho, sólo el socialismo puede proveerles a todos con todo lo que quieran o necesiten para vivir cómodamente; siendo la única limitación los recursos finitos de la naturaleza y el bienestar ecológico. 

Lo que bajo el capitalismo se concibe como propiedad privada es el derecho a que una acaudalada minoría a poseer y controlar los recursos económicos y ambientales más importantes, incluyendo los recursos humanos. En otras palabras, no es solo riqueza lo que poseen, también los medios para producirla; alcanzables a través de la explotación de todos aquellos que no posean dichos recursos: la vasta mayoría de los trabajadores y los despojados. De hecho, los derechos capitalistas a la propiedad esencialmente garantizan la protección legal para una minoría explotadora en contra de una mayoría explotadora, y la consagración de la desigualdad social en el sistema.

Karl Marx explicó esto con profundidad:

Os aterráis de que queramos abolir la propiedad privada, ¡cómo si ya en el seno de vuestra sociedad actual, la propiedad privada no estuviese abolida para nueve décimas partes de la población, como si no existiese precisamente a costa de no existir para esas nueve décimas partes! ¿Qué es, pues, lo que en rigor nos reprocháis?  Querer destruir un régimen de propiedad que tiene por necesaria condición el despojo de la inmensa mayoría de la sociedad.

Karl Marx, ‘El manifiesto comunista’

Un sistema basado en la desposesión

La propiedad privada capitalista, entonces, no tiene tanto que ver con las propiedades personales de los individuos como con el poder y los privilegios de la clase dominante, que, como Marx mencionó más arriba, derivan últimamente del desempoderamiento y la miseria de las masas populares. Acólitos del capitalismo de libre mercado rezarán sobre la santidad de la propiedad privada, insistiendo en que cualquier infracción estatal ante ella es una forma de nepotismo. En las palabras del influyente economista Milton Friedman, “La preservación de la libertad…es la primera justificación de la propiedad privada” (Milton Friedman, 13 de Marzo de 1978, ¿Qué le pertenece a quién?, Newsweek)

Este principio, de todas maneras, convenientemente ignora la historia brutal de los orígenes del capitalismo a través de la violenta desposesión y desplazamiento de la gente. Las primeras ciudades industriales en Europa estaban pobladas por campesinos forzados a abandonar sus pequeños terrenos y fincas compartidas, mientras que éstas eran privatizadas a través del cercado de los molinos y las fábricas. De la misma manera, la conquista colonial a lo largo del mundo privó a los pueblos indígenas de sus hogares a través del saqueo, la esclavitud y en muchas ocasiones el genocidio. Los códigos legales eran diseñados para legitimar este nuevo estado de las cosas, con los saqueadores ahora protegidos por ‘derechos a la propiedad’ respaldados por capitalistas y estados imperialistas.

El ‘movimiento antirrobo’ 

Pero más que ser un sistema basado, como todas las sociedades de clases, en un despreocupado robo a través de la violencia—expropiación—que incluso se hace presente hoy día, tal y como testimonian pequeños granjeros en India o comunidades indígenas en Brasil, el capitalismo es un sistema de robo oculto, pero sistémico y ejecutado a través de la economía de la explotación: las ganancias que conducen su desarrollo mediante inversiones producen más bienes y servicios, que a su vez generan más ganancias. Todo viene del trabajo hecho por los obreros más allá del salario que reciben—después de haber cubierto el costo de sus salarios, es decir, es el trabajo que realizan gratuitamente, creando nuevo valor que será apropiado por sus superiores, no por ellos. La proporción de trabajo pago y no pago varía, pero ningún trabajador es empleado a largo plazo si no crea más valor del que su sueldo cubre.

Tomemos, por ejemplo, la economía sud-irlandesa en 2019, antes de la pandemia; el ingreso por hora promedio de un trabajador era de €24.23 (según Burke-Kennedy en ‘Average full-time salary in Republic nearly €49,000’, The Irish Times). Se aseguró que los trabajadores en Irlanda fueron los más productivos durante ese año, a pesar de que esta medición estuviera distorsionada por el desordenado rol de las multinacionales.  Aún así, los trabajadores añadieron un promedio de €58 al valor de la economía por cada hora trabajada. Más del doble de lo que recibían. La diferencia será dirigida al Estado en la forma de impuestos, y en su mayoría a las empresas en forma de ganancias, significando que la clase capitalista, ajena y doméstica controla la plusvalía creada en la economía, garantizando su supremacía política, además de su dominio social y cultural. Ninguna podría ser posible de no ser por esta estafa sistemática hacia los obreros.

Los derechos de propiedad capitalista protegen el dinero, la tierra y los lujos de la élite gobernante. Más importante aún, protegen el capital—los medios de explotación del trabajo asalariado y la generación de ganancias.

Entendiendo todo lo anterior, James Connolly escribió en 1909: “Ciertamente deberíamos confiscar la propiedad de la clase capitalista, pero no proponemos robarle a nadie. Al contrario, proponemos establecer a la honestidad como la base de nuestras relaciones sociales de una vez por todas. Este Movimiento Socialista es, de hecho, digno de ser bautizado como El Gran Movimiento Anti-Robo del Siglo Veinte”.

La necesidad de la propiedad privada

El programa del movimiento socialista, y el de cualquier partido socialista genuino, ha de poner en su núcleo la búsqueda por la propiedad pública y democrática de la riqueza, los recursos y las industrias clave en la sociedad. Esto naturalmente implica tomarlas de manos privadas. Únicamente de esta manera podrán ser usadas para el beneficio de la sociedad como un todo, permitiéndonos empezar a actuar para resolver problemas sociales crónicos como la pobreza, la falta de vivienda y enfermedades, sin mencionar la amenaza existencial del cambio climático.

La crisis climática y de biodiversidad es particularmente ilustrativa sobre la necesidad de la propiedad pública, a pesar de que las crisis de vivienda, salud y precariedad laboral también ilustran el mismo hecho ¿Es realmente concebible para alguien que el calentamiento del planeta puede ser detenido o reversado mientras las grandes corporaciones de los combustibles fósiles—cuya mera existencia depende de la emisión continua de CO2—son propiedades operadas como negocios? En realidad la industria entera ha de ser clausurada y reemplazada por alternativas renovables dentro de los próximos veinte años, por lo menos. Pero el coste de ello para dichas corporaciones está en la región de los 25 billones de dólares (Anamaria Deduleasa, en ‘Energy transition ‘to wipe $25trn off the value of fossil-fuel reserves’: report’, Recharge News). No es necesario decir que no cederán voluntariamente. En su lugar harán todo lo que esté a su alcance para seguir beneficiándose de la contaminación. El único camino para frenarlas, y salvar a la humanidad de la extinción, es transformar la industria entera en propiedad pública, y proceder a eliminarla progresiva pero definitivamente. 

Cualquiera que de alguna forma se tome en serio la crisis medioambiental debe, por lo menos, estar de acuerdo con esto. Pero si nos apegamos al tema ambiental, el caso de la propiedad pública se extiende a prácticamente todas las industrias importantes. La industria automotriz, que requiere de un sistema de transporte basado en la propiedad privada de parque vehicular; o el negocio agropecuario, que requiere la deforestación de regiones selváticas para darle espacio al ganado y a los cultivos de alimentación animal. Los cambios sociales radicales necesarios tanto en la provisión de transporte público como en la producción de alimentos—para evitar el catastrófico cambio climático—serán vehementemente rechazados por estas dos poderosas industrias. De nuevo, no pueden ser dejadas en manos privadas.

Más allá de esto, un reporte de Trucost para Naciones Unidas encontró que ninguna de las más grandes industrias a nivel mundial sería rentable si en verdad tuvieran que pagar por el coste medioambiental de sus operaciones (‘UN Report Finds Almost No Industry Profitable If Environmental Costs Were Included’, Films for Action). El resto de la sociedad debe así encargarse de pagar la factura por los daños a través de fondos públicos, adaptándose a los ecosistemas deteriorados.

Mientras las empresas operen dentro de una economía de mercado, les guste o no, la generación de ganancias debe venir antes de cualquier otra consideración, incluyendo el bienestar de las personas y del medio ambiente. Si no fuera así, no podrían simplemente existir como negocios competitivos. Lo que ello significa para la crisis climática es que la propiedad y control privado de las industrias claves en el mundo ciertamente nos llevará a un desastre inimaginable. Necesitamos una alternativa, por consiguiente, a la propiedad privada y al sistema de mercado.

Listos para la toma

De muchas maneras la alternativa es obvia y simple, y por tanto eminentemente realizable. Si el problema es la propiedad privada, la alternativa es la propiedad pública. Si el problema es la producción por la ganancia, la solución es la producción por necesidad. Si el problema es la anarquía de libre mercado, la alternativa es la planeación económica ¿Pero qué exactamente implica todo esto y cómo puede ser provocado?

Bien, tiene sentido empezar desde arriba. La tendencia innata en una economía capitalista lleva al monopolio y a la concentración de riqueza y poder económico en manos cada vez más escasas. Para 2017, por ejemplo, de las 200 entidades más grandes en el mundo por ingreso, 157 eran corporaciones y 43 eran países (Jake Johnson en ‘157 of World’s 200 Richest Entities Are Corporations, Not Governments’, Inequality.org). Los ingresos de las 500 compañías más grandes en 2021 sumaban más de un tercio del PIB mundial, o 32 billones de dólares (Según la revista Fortune en su medición ‘Global 500’). Sabemos por dónde empezar: gigantes en el comercio minorista como Amazon, manufactureras como Foxconn, empresas tecnológicas como Microsoft. Estas y otras son las claras prioridades expropiatorias hoy, y cuyos recursos serían fundamentales para la elaboración de un plan económico.

Marx aludió a esta dinámica del capitalismo que hace la planificación socialista posible:

“La transformación de la propiedad privada dispersa y basada en el trabajo personal del individuo en propiedad privada capitalista fue, naturalmente, un proceso muchísimo más lento, más duro y más difícil, que será la transformación de la propiedad capitalista, que en realidad descansa ya sobre métodos sociales de producción, en propiedad social. Allí, se trataba de la expropiación de la masa del pueblo por unos cuantos usurpadores; aquí, de la expropiación de unos cuantos usurpadores por la masa del pueblo.” (Karl Marx, ‘El Capital Vol.1, Capítulo XXIV-Sección 7: Tendencia histórica de la acumulación capitalista)

Nacionalización

Tomar la propiedad y el control de estas gigantes corporaciones—que dominan industrias y economías enteras—implicaría controlar los sectores estratégicos de la economía, aquellas secciones cuyas actividades y decisiones afectan a todos los demás. En estos casos estamos lidiando con multinacionales cuyas operaciones están muchas veces esparcidas alrededor del mundo. Naturalmente, éstas deberían ser nacionalizadas por sus Estados de origen, pero sus activos—fábricas, instalaciones de investigación, fuerza de trabajo, etc—en cualquier país podrían ser requisadas por éstos mismos Estados si son considerados necesarios o lo suficientemente valiosos. Esto probablemente implique romper la conexión con la empresa matriz o incluso un reacondicionamiento en pos de propósitos socialmente más útiles.

Por ejemplo, nueve de las diez farmacéuticas más importantes tienen operaciones en Irlanda, y son principalmente multinacionales de origen estadounidense. Solo Pfizer tiene 3.700 trabajadores desarrollando y fabricando vacunas en seis instalaciones, entre ellas, la de Covid-19. Un gobierno socialista en Irlanda podría tomar estas instalaciones, y trabajar junto a su fuerza de trabajo altamente calificada para continuar la producción de fármacos y vacunas de calidad; pero manteniendo las necesidades de los sistemas de salud de Irlanda y el mundo—y no los saldos bancarios de los inversionistas—como su nuevo primer y último criterio.

La capacidad de tales compañías públicas para triunfar—independientemente de sus antiguos propietarios privados—claramente depende de la estabilidad ofrecida por el apoyo estatal. Pero más importante aún, depende de la capacidad de sus trabajadores para controlarlas y administrarlas democráticamente. Dado que son los trabajadores quienes realizan todas las operaciones de importancia no hay razón para dudar de ello. Basta con tomar la experiencia de las empresas recuperadas en Argentina, donde miles de trabajadores han tomado el control de cientos de negocios que han quebrado durante la crisis financiera a final de siglo (el documental ‘The Take’ de Naomi Klein y Avi Lewis explora este suceso a mayor profundidad). Bajo la consigna ‘Ocupar. Resistir. Producir.’, estos trabajadores han tomado el control de cientos de firmas quebradas en cooperativas productivas , beneficiándose a ellos mismos y a sus comunidades, y demostrando el potencial del control obrero. El modelo cooperativo, a pesar de que sin dudas es mucho mejor para los trabajadores involucrados, está severamente limitado por el hecho de que las cooperativas aún deben operar bajo la lógica de un mercado conducido por la ganancia; por otro lado, no así es el caso para las entidades públicas.

La reacción capitalista

La principal objeción a tales nacionalizaciones (que podrían provocar una ola de histeria moral desde los medios de comunicación y el establecimiento político y económico) sin duda se centraría en la ‘violación desmesirada de los derechos de propiedad’ que protegen dichas corporaciones. Pero como ya lo hemos notado, los derechos de propiedad bajo el capitalismo se igualan al derecho de una élite parásita a sistemáticamente expropiar y explotar a las masas. A los gritos de ‘robo’, responderemos con el espíritu de la refutación ‘Anti-robo’ de Connolly.

Las preocupaciones más legítimas acerca de la política de nacionalización se relacionan con la factibilidad de llevarla a cabo frente a una reacción desde la derecha. Ejemplos de gobiernos izquierdistas que en el pasado buscaron implementar programas de nacionalización en beneficio de los intereses de la clase trabajadora nos muestran qué puede suceder. En 1981, François Mitterrand del Parti Socialiste (PS) fue elegido presidente de Francia en una ola de apoyo popular. Presentó un plan para perseguir reformas radicales de importancia que incluía la nacionalización de los 36 bancos más grandes y las principales compañías de acero, armas y computación. Éstas eran medidas prometedoras, pero fueron inmediatamente confrontadas con una fuga de capitales y ataques a la divisa francesa. Sin un plan para lidiar con estas tácticas de shock económico, Mitterrand se retiró y penosamente transicionó hacia políticas de austeridad.

Peor aún fue el destino de la coalición de gobierno de Salvador Allende, la Unidad Popular. La elección de Allende como presidente de Chile en 1970, combinada a un gigantesco movimiento social empujó al gobierno más allá de lo que sus líderes reformistas estaban dispuestos a llegar. Junto con los bancos y las vitales minas de cobre, industrias privadas como la textil fueron nacionalizadas, incluyendo la manufacturera de algodón Yarur, la más grande de Chile, que fue tomada por los mismos trabajadores antes de exigir al gobierno su apropiación. A la luz de todo esto, el capitalismo chileno y el imperialismo estadounidense respondieron no solo con asaltos económicos sino con un sangriento golpe de estado en 1973, llevando a la dictadura pinochetista neoliberal de ‘libre mercado’ al poder. 

Un plan económico socialista

Algunos podrán argumentar que la lección de estas experiencias es que los gobiernos socialistas o de izquierda deberían ser cuidadosos de no provocar una reacción por ser demasiado audaces o radicales. De hecho, lo contrario es verdadero, siempre que exista una estrategia socialista clara y global. La clase dominante se opondrá a cualquier medida tomada por un gobierno socialista que beneficie a los pobres a expensas de los ricos. Incluso impuestos corporativos significantes, ni hablar de las nacionalizaciones, podrían provocar fugas de capital y huelgas de inversión, especialmente si es parte de un levantamiento social con aspiraciones revolucionarias.

La lección de Chile y Francia es que las reformas a medias no son el camino a la victoria, sino lo opuesto. Las nacionalizaciones específicas son necesarias en muchos casos, por ejemplo, para salvar puestos de trabajo cuando las compañías fracasan o emigran. De hecho, gobiernos de derecha lo hacen, pero en forma de rescates a los propietarios en expensa del público—por ejemplo la nacionalización efectiva de los bancos en Irlanda o el caso de General Motors en Estados Unidos durante la crisis financiera de 2008. Pero un programa socialista requiere—y necesita—no nacionalizaciones aisladas aquí y allá, sino la nacionalización de los sectores estratégicos de la economía bajo el poder obrero y la confección de un plan de producción y distribución.

Ciertamente, el desarrollo de tal plan es extremadamente complejo, aunque, fundamentalmente, se trate de un problema técnico resoluble (Andrew Glyn ahonda en esta cuestión en ‘Capitalist Crisis: Alternative Strategy or Socialist Plan’) que requerirá de una democracia participativa real en todos los niveles de la sociedad y la economía, algo que supone un cambio social masivo a la par con las políticas económicas de transformación. Esto solo se podría provocar a través de un importante movimiento social liderando el cambio desde abajo, movilizando e incentivando trabajadores, comunidades y estudiantes para tomar el control de sus posiciones. Como parte del movimiento, un gobierno socialista podría resistir la presión del capitalismo internacional y contener la amenaza de las fuerzas armadas del Estado capitalista.

Al recuperar la propiedad y el control de la riqueza y los recursos de la sociedad de manos de la clase capitalista, y planificar su uso en interés de las personas y del planeta, dicho movimiento sería un faro revolucionario en un mundo en llamas.