¿Cómo Combatir el Sexismo y la Violencia contra las Mujeres?

Respuesta socialista a la división sexista, la política de identidad y la pregunta sobre cómo lidiar con el sexismo dentro de la izquierda y el movimiento obrero.

Escrito por Sarah Moayeri, Sozialistische LinksPartei (ASI en Austria)

La lucha contra la opresión de la mujer es inseparable de la lucha por la transformación socialista de la sociedad. El sexismo y la desigualdad de la mujer subyacen en todos los ámbitos de nuestra vida y se expresan de formas muy diferentes: la desigualdad de remuneración económica por el mismo u otro trabajo; las condiciones de trabajo precarias en las profesiones “dominadas por las mujeres”; la crianza de los hijos no remunerada que, lejos de considerarse trabajo, se considera como deber; las tareas domésticas y el cuidado de los miembros de la familia; el acoso y la violencia en ámbitos como el trabajo, la familia y las relaciones de pareja; los estereotipos, roles y asignaciones de género en medios de comunicación, crianza y educación; discriminación y agresiones. Todo esto forma parte de la vida cotidiana de las mujeres en la sociedad capitalista. 

A pesar de algunos logros de los últimos decenios en materia de igualdad jurídica de la mujer, el sexismo y la opresión siguen siendo omnipresentes. La crisis causada por el coronavirus tiene como consecuencia, entre muchas otras, el aumento mundial y dramático de la violencia contra la mujer y de los feminicidios (asesinatos de mujeres por su sexo). Como en toda crisis económica, las mujeres son las víctimas más afectadas por el desempleo, la pobreza, la falta de perspectivas y las políticas de austeridad. El acceso a los abortos y a otros tipos de atención médica es cada vez más restringido. Además, la crisis causada por el coronavirus ha llevado al aislamiento y a una situación en la que muchas mujeres se han visto aún más vulnerables ante las estructuras familiares tradicionales, expuestas al constante abuso y violencia por parte de sus parejas u otros miembros de la familia sin protección. La crisis económica ha demostrado cómo el sistema capitalista se sostiene de la estructura familiar burguesa y de los roles de género conservadores. 

Sin embargo, el aumento de la violencia contra la mujer también se produce en un momento en el que, como resultado de los movimientos feministas en varios países durante los últimos años, existe un cambio de conciencia relativo. Últimamente se percibe, en especial entre las mujeres jóvenes que luchan desde sus propias experiencias de discriminación, una radicalización de la cero tolerancia al sexismo y violencia de género. Las mujeres se revelan contra los modelos de conductas tradicionales y luchan por detener cualquier comportamiento inadecuado en cualquier ámbito. En suma, estamos en la época de la nula tolerancia hacia el comportamiento sexista y machista. 

Mujeres desde diferentes espacios –desde movimientos feministas populares y la amplia izquierda, hasta movimientos obreros y de extrema izquierda– rechazan cada vez más el comportamiento o la ideología que atenta contra su dignidad, su libertad y sus derechos. Esto, la conciencia y el reclamo de las propias mujeres, es muy importante para su emancipación y para el fin de su opresión específica. Al mismo tiempo, las recientes luchas y movimientos feministas –desde #metoo hasta las luchas por el derecho al aborto – muestran que para el retroceso de una realidad sexista es necesario un programa político correcto que tenga como base la claridad, la estrategia y el liderazgo. 

Las respuestas socialistas a la opresión de la mujer, así como otros programas y las propuestas de lucha, deben basarse en un análisis marxista que analice cómo, de qué forma y hasta qué punto la sociedad capitalista incide en el sexismo y la violencia hacia la mujer. La lucha para erradicar la opresión de la mujer no puede ganarse sin una perspectiva que considere el derrocamiento del capitalismo como algo fundamental, en pro de la dignidad y la igualdad de la mujer y en pro de la democracia socialista. El cambio sólo se puede lograr llegando a la raíz del problema, a saber, una lógica y materialidad capitalista que es por naturaleza explotadora. Se necesita, también, un esfuerzo concreto de los militantes socialistas para comprender la doble opresión de la mujer – como trabajadora y como mujer – en su profundidad y en sus diversas manifestaciones; para luchar contra el comportamiento sexista en sus propias filas y en todo el movimiento obrero; para hacer demandas y dirigir la lucha por mejoras concretas.

Las causas del sexismo y la opresión de la mujer  

Hay gran cantidad de literatura marxista que discuten las causas del surgimiento de la opresión de la mujer en la sociedad capitalista – no todo puede ser explicado en este artículo. Los análisis de Friedrich Engels, Clara Zetkin, Alexandra Kollontai y otros destacan principalmente en que describen y analizan la conexión dialéctica entre el desarrollo de la sociedad de clases y la opresión de la mujer.

En su obra Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Engels esboza cómo el surgimiento de la propiedad privada y, por tanto, de la sociedad de clases, configuró la función de la familia “tradicional”: “La gestión del hogar perdió su carácter público. Ya no concernía a la sociedad. Se convirtió en un servicio privado; la mujer se convirtió en la primera sirvienta, expulsada de la participación en la producción social”. Engels asumió que, durante este período, un excedente inicial de producción –debido a la división del trabajo por género que ya existía en parte– acabó acumulándose principalmente en manos de los hombres. Para asegurar que esta propiedad fuera heredada por los hijos, era necesario asegurar la fidelidad de la propia esposa. Así, en un proceso largo y nada sencillo, se crearon por primera vez las estructuras de la familia monógama y con ellas las primeras formas de opresión de la mujer.

El capitalismo y las sociedades de clase que se desarrollaron más adelante se beneficiaron de esta desigualdad estructural pre-capitalista de la mujer – y, por tanto, la división de la clase obrera en hombres y mujeres–. A pesar de que el hogar familiar como unidad básica de producción había sido destruido, en gran medida por el sistema de producción capitalista, la familia permaneció, como medio de reproducción y disciplina de la nueva clase del proletariado como fuerza de trabajo. Clara Zetkin escribió: “La mujer proletaria ha obtenido su independencia económica; pero ni como persona, ni como mujer, ni como esposa, tiene la posibilidad de vivir plenamente su individualidad. Para su tarea como esposa, como madre, sólo tiene las migajas que la producción capitalista deja caer de su mesa”.

Si bien mucho ha cambiado en el último siglo en la familia “tradicional” y en el papel de la mujer en la sociedad, las estructuras básicas y la base económica de la desigualdad de la mujer en el capitalismo permanecen iguales. Aunque la ideología burguesa relativa a la posición de la mujer en la sociedad ha cambiado y se ha desarrollado desde los siglos XIX y XX, y los movimientos de mujeres y de trabajadores han podido luchar por los cambios, los valores y las funciones de los sexos en el sistema capitalista (basado en el poder, la explotación y la distribución desigual de la riqueza) siguen basándose en ideas de superioridad masculina.

Los ahorros de la clase dirigente en las tareas domésticas no remuneradas, la crianza y el cuidado, actualmente suman grandes cantidades de dinero. Oxfam publicó un estudio a principios de 2020, en el que se afirmaba que las mujeres y niñas de todo el mundo dedican 12 millones de horas diarias al cuidado de sus familiares, a la crianza de los hijos y a la gestión del hogar, lo que, si se pagara este trabajo con el salario mínimo del país respectivo, correspondería a una suma de 11 billones de dólares estadounidenses al año. Esta explotación adicional forma parte de los cimientos del sistema capitalista. 

El hecho de que la mujer deba dedicarse únicamente a las tareas del hogar y a la esfera privada solidifica las dependencias y la imagen ideológica de la mujer (como perteneciente únicamente a la casa) subordinada al hombre. Se le presenta como un sujeto más amable, atento al cuidado y responsable de todos los ámbitos de la labor asistencial. Esto último porque, por “razones biológicas”, es simplemente “más adecuado”. Las diferencias salariales, las condiciones laborales precarias y el hecho de que el trabajo de la mujer esté mal pagado profundizan la división entre hombres y mujeres de la clase obrera. En todo el mundo, las mujeres todavía sirven como mano de obra particularmente barata. Esta es la base social fundamental sobre la cual el sexismo y la violencia contra las mujeres están creciendo. Si las mujeres tienen una posición desigual en la sociedad, también son tratadas de manera desigual y como inferiores, discriminadas, oprimidas.

Al mismo tiempo, las ideologías misóginas y sexistas se han desarrollado y perpetuado a lo largo de los siglos, lo que las hace profundamente arraigadas en la sociedad burguesa y, por lo tanto, también en la clase obrera. Los cambios y avances en la conciencia, especialmente entre las mujeres jóvenes, no han cambiado esto sustancialmente, ya que las estructuras sociales siguen siendo las mismas.

El sexismo es una forma de discriminación basada en esta desigualdad estructural de la mujer en el capitalismo. Las formas de sexismo como los eslóganes peyorativos, los prejuicios, los modelos de conducta retrógrados, etc, se desarrollan debido a las condiciones sociales que tratan de manera desigual a hombres y mujeres. 

La violencia contra la mujer en la sociedad capitalista

La opresión sistemática de la mujer descrita anteriormente encuentra su expresión más dramática en la comercialización, la objetivación, el control del cuerpo, la violencia sistemática resultante y en los feminicidios. Una de cada tres mujeres en todo el mundo será víctima de violencia física y/o sexual por lo menos una vez en su vida. Sólo en Austria hubo 16 mujeres asesinadas en el primer semestre de 2020. Esta misoginia sistémica incorporada se basa en el hecho de que los hombres siguen siendo considerados el sexo “más fuerte”, “más inteligente” y “mejor”, mientras que las mujeres son “inferiores” y “sumisas”.

La violencia contra la mujer también radica en mantener a las mujeres pasivas e intimidadas. El imaginario colectivo que crece en todas es la idea de que nuestros cuerpos no nos pertenecen y que, en cambio, el hombre está en todo su derecho de hacer lo que quiera con nosotras. El acceso restringido y penalizado al aborto (o, en otros casos, al control de la natalidad forzado) es una expresión de este control sobre los cuerpos femeninos, la sexualidad femenina y la reproducción.

El sistema capitalista y el estado burgués reproducen esta violencia de múltiples maneras a través de la llamada “cultura de la violación”, a saber, la aceptación cultural de la violación y la violencia contra la mujer que se hace hegemónico a través del sistema judicial y a través de medios de comunicación masiva como el cine, la música y el periodismo.  

La mujer está expuesta a la violencia patriarcal en todos sus espacios posibles, desde el hogar y el trabajo hasta la calle y en las asociaciones. Además, la violencia contra la mujer tiene facetas más amplias y sutiles que afectan a las relaciones personales y afectivas. Especialmente en las relaciones interpersonales, la violencia psicológica juega un papel importante en la intimidación y la devaluación de la mujer. La amenaza, el miedo y la dependencia resultantes pueden tener consecuencias psicológicas devastadoras. El dominio masculino suele ir acompañado de manipulación psicológica, devaluación sistemática y presión emocional. 

Un producto del capitalismo

La violencia contra la mujer es un producto de la sociedad capitalista, en la que las personas -especialmente los hombres- están condicionadas en todas las esferas de su socialización a considerar a las mujeres como inferiores o como objetos. El beneficio se obtiene con la marginación y la objetivación de las mujeres y sus cuerpos. Esto sucede a través de muchos canales, como la publicidad sexista, la amplia variedad de productos para “mejorar” el cuerpo de la mujer o la multimillonaria industria del sexo.

La objetivación de las personas como mercancías afecta en última instancia a todos los miembros de la clase obrera, pero a las mujeres de una manera particularmente extrema y dominante, y esto porque degradación del cuerpo de las mujeres en mercancías justifica el uso de la violencia contra ellas. Al mismo tiempo, la violencia sistemática sirve para estabilizar las relaciones de dominación.

La violencia sexual no tiene nada que ver con el sexo, sino con la demostración y el ejercicio del poder. En todas las guerras y contrarrevoluciones, la violación y la violencia contra la mujer se utilizan para aplastar los movimientos; para desmoralizar y sofocar los levantamientos revolucionarios de la clase obrera, en particular de las mujeres de la clase obrera, que a menudo están en la vanguardia de las luchas. El año pasado, las milicias sudanesas comisionadas por el Consejo de Transición utilizaron la violencia sexual como estrategia de contrarrevolución. Asimismo, en Egipto y otros países, este fue un medio importante y brutal para combatir la llamada Primavera Árabe.

La violación siempre se ha trivializado con el argumento de que es una consecuencia de los “impulsos” masculinos y, por lo tanto, de la sexualidad masculina agresiva supuestamente “más natural”. Sin embargo, en realidad es la consecuencia de la imagen social de la mujer y de la ideología de ejercer poder sobre la mujer, su cuerpo y su vida. El sistema capitalista aliena a las personas de su sexualidad, de otras personas y de sí mismas. Sobre esta base, el principio de consentimiento difícilmente puede realizarse en su amplitud absoluta.

Pero incluso si las relaciones sexuales y románticas que son completamente libres y basadas en la igualdad sólo pueden realizarse verdaderamente en una sociedad socialista completamente liberada, el principio de consentimiento ya existe y es la base según la cual los hombres deben orientar su comportamiento hacia las mujeres. Gracias a los debates feministas sobre “no significa no” y “sí significa sí”, hay en parte una mayor conciencia hoy en día de lo que debe significar el sexo consensual. Es también gracias a estos debates que hay estrategias aprendidas para el consentimiento.

A pesar de que los acosos y las agresiones sexuales ocurren constante y conscientemente, no son las únicas situaciones a las que debemos prestar atención y los comportamientos que debemos cuestionar. La sensibilidad y la comunicación con y para el otro son temas igual de importantes e ignorados por la sociedad capitalista. 

¡Luchemos para detener la violencia contra las mujeres!

El control social sobre las mujeres y sus cuerpos se expresa tanto en la esfera pública como en la esfera privada. Decimos que la esfera privada es política precisamente porque la violencia y el sexismo específicos del género se producen en las parejas, los matrimonios y las familias. Hablar públicamente sobre la violencia contra la mujer y la violación representa romper un tabú en la sociedad burguesa. Por eso es tan importante el debate público sobre la violencia contra la mujer – mediante manifestaciones, campañas y protestas –, porque es un medio político importante para contrarrestar esta estigmatización. Si bien las mujeres individuales no pueden hacer frente por sí solas a la maquinaria sexista, las luchas colectivas pueden ayudar (y lo han hecho en el pasado) a romper tabúes y denunciar abiertamente la violación y la violencia, para normalizar un creciente clima de tolerancia cero.

En el Estado español, los movimientos de masas de los últimos años en el caso “Wolfpack” no sólo han obligado al Estado y al poder judicial a cambiar la sentencia contra los cinco autores de abusos sexuales por la de violación, sino que también han provocado un cambio de conciencia de gran alcance. El 65% de las mujeres menores de 30 años se describen ahora como feministas, el doble que hace 5 años. Este elemento de masa colectiva, la lucha común sin importar el género, es de importancia central cuando se trata de la cuestión de cómo se puede luchar con éxito contra el sexismo.

Para eliminar de fondo la violencia contra las mujeres no debe limitarse a exigir sanciones o castigos más severos a los perpetradores o a llamar a la reflexión individual sobre el propio comportamiento, sino que debe ir mucho más allá. Movimientos como #IBelieveHer, que comenzó con la protesta de 2018 contra la absolución de los jugadores de rugby en Irlanda del Norte en un caso de violación, han hecho importantes contribuciones y han cuestionado y denunciado las estructuras sexistas del sistema judicial. Pero el punto debe ser convertir la indignación por los casos individuales en una lucha general por un cambio fundamental.

Las estructuras anti-mujeres antes descritas hablan por sí mismas y muestran que sin cambios fundamentales, el comportamiento individual no puede ser cambiado de manera sostenible. Esto significa que las luchas políticas contra la cultura de la violación, la publicidad sexista, la falta de educación sexual y por la prohibición de los sexistas y violadores, deben ir de la mano con un rechazo del estado burgués y por lo tanto del sistema judicial gobernante.

Las mejoras sociales, como la ampliación de los refugios para mujeres y otras instalaciones de protección, la vivienda asequible para todos, el cuidado gratuito e integral de los niños, la igualdad de remuneración por igual trabajo, el aumento de los salarios, la financiación completa de la atención sanitaria y social, son fundamentales en la lucha para poner fin a la violencia contra la mujer. Por un lado, crear oportunidades para escapar de situaciones de abuso; por otro lado, poner fin a las dificultades económicas como factor de refuerzo de la violencia contra la mujer. La lucha común por las mejoras sociales y otros objetivos ayuda a reducir los prejuicios y nos ayuda a tomar conciencia de nuestra fuerza individual y colectiva. Por consiguiente, la violencia contra la mujer es también una cuestión de clase: mientras que todas las mujeres de la sociedad se ven afectadas de alguna manera por la violencia, independientemente de los ingresos y la condición social, la clase trabajadora y las mujeres pobres tienen menos oportunidades de escapar de ella.

Dado que la lucha contra el sexismo y la opresión forma parte del movimiento de la clase obrera en general, es absolutamente necesario que los sindicatos, como las organizaciones más grandes de la clase obrera (en muchos países vemos una tendencia a la afiliación cada vez más femenina a los sindicatos), organicen campañas políticas conscientes para detener el sexismo y la violencia contra la mujer, así como para tomar medidas decisivas contra el comportamiento sexista en sus propias filas.

Respuestas incompletas y faltantes en la política de identidad 

Muchos de los nuevos enfoques de los diferentes movimientos feministas muestran, a pesar de sus diferencias, algunas debilidades y deficiencias similares. Muchas de estas ideas pueden resumirse bajo el término “política de identidad”. Aunque existen orientaciones y teorías bastante diferentes dentro de las políticas de identidad, que sería un error agruparlas todas, siempre se pueden identificar ciertos conceptos, análisis y métodos cuando se trata de nuevas formas de práctica feminista en los movimientos políticos de la mujer.

Para muchas mujeres y jóvenes LGBTQI+, las ideas de las políticas de identidad forman parte de sus primeros pasos en la radicalización política contra la opresión. Los marxistas deben tener esto en cuenta y deben comprometerse firmemente en las discusiones sobre el programa correcto y los métodos de lucha para superar el racismo, el sexismo y otras formas de opresión. El cierto atractivo que emana de las ideas de política de identidad – como el enfoque de desarrollar una práctica política basada principalmente en la propia experiencia de discriminación/identidad – es evidente: la conciencia de la propia opresión es a menudo el primer paso para ser políticamente activo y querer luchar por el cambio. Por supuesto, es importante hacer visibles las diferentes experiencias de discriminación, por ejemplo, la basada en el género. Pero la pregunta crucial es: ¿qué camino a seguir? ¿Qué método de lucha puede ser realmente eficaz para combatir una opresión específica como la de las mujeres?

Varios conceptos de políticas de identidad no difieren mucho en sus conclusiones concretas de las ideas feministas “clásicas” (pequeñas) burguesas. Las formas más adaptadas al capitalismo se limitan a pedir una mayor representación de la mujer en la política y la economía; otras adoptan una postura generalmente anticapitalista sin una teoría y una práctica desarrolladas. En cualquier caso, aunque está muy extendida la idea de que las diferentes formas de opresión (racismo, sexismo, clasismo, etc.) se influyen y refuerzan mutuamente, a menudo se presentan como si existieran más o menos “una al lado de la otra”. Si la explotación capitalista se analiza sólo como una de las muchas formas de opresión en lugar de ser su base económica y social fundamental, entonces las luchas feministas no se entienden necesariamente como luchas anticapitalistas, y es más probable que las mujeres de la clase dominante sean vistas como aliadas de las mujeres de la clase trabajadora, en lugar de los hombres de su propia clase.

La debilidad del enfoque de muchas formas de políticas de identidad radica, ante todo, en su incapacidad de ofrecer soluciones eficaces para poner fin a la opresión y el sexismo de la mujer, precisamente porque se detienen en el análisis y las soluciones a nivel individual.

Por ejemplo, sabemos que el lenguaje refleja la sociedad tal y como existe, y por tanto se utiliza para discriminar y reproducir el racismo, el sexismo y la transfobia. Sin embargo, cuestiones como los estilos de escritura particulares o cómo se representa a la gente en los medios de comunicación no son las mayores preocupaciones de las mujeres, las personas LGBTQI+ o los inmigrantes. Este es el problema fundamental: la lucha contra la opresión y la discriminación específicas está privada de su base material. A menudo se sugiere que se puede acabar con el sexismo simplemente a través de algunas políticas que reconocen principalmente la existencia de minorías. Esto no se acerca a poner fin a la opresión de las mujeres: en el mejor de los casos, crea la ilusión de igualdad, de la que a su vez el sistema burgués puede beneficiarse comercializando esta forma de “feminismo”. Permanece atascado en el nivel idealista e ignora la base materialista, así como el cambio dialéctico y la contradicción de los procesos.

Esas respuestas inadecuadas a la opresión sexista son sintomáticas de los enfoques feministas que buscan soluciones individuales a los principales problemas sociales. El objetivo de las políticas de identidad suele reflejar, cuestionar y cambiar el propio comportamiento, crear “espacios seguros” y hacer visible simbólicamente la discriminación. Se pueden encontrar argumentos individualistas similares, por ejemplo, en el viejo debate sobre las tareas domésticas no remuneradas y el llamamiento a que el hogar y la crianza de los hijos se dividan equitativamente entre los sexos, en lugar de luchar por una socialización completa de las tareas domésticas, la crianza de los hijos y el cuidado de los niños. Conceptos como la “huelga de las amas de casa”, que a menudo se discuten en el movimiento feminista expresan exactamente eso.

La idea de que las experiencias individuales -y en algunos casos masivamente diferentes- de discriminación son la única base sobre la que se debe actuar políticamente, además de las inadecuadas propuestas de soluciones, conlleva el peligro de restar importancia a las similitudes y, sobre todo, de subrayar las diferencias. Los marxistas tienen el objetivo opuesto: por ejemplo, una mujer migrante de la clase trabajadora tiene naturalmente otras realidades de la vida y tiene que luchar contra formas de discriminación que otros trabajadores no conocen. Pero debemos preguntarnos: ¿cuál es la conclusión que se puede sacar de esto? ¿Cómo podemos luchar por mejoras para todos? Las divisiones producidas por el capitalismo, ya sea por el color de la piel, la religión o el género, sólo pueden superarse en las luchas colectivas de la clase trabajadora. 

Esto no significa considerar el sexismo como una “contradicción lateral” o ver las luchas económicas “clásicas” como la única panacea contra el sexismo y el racismo. Al contrario, es simplemente reconocer que incluso las luchas específicas de las mujeres sólo se pueden ganar en solidaridad con los hombres. Un buen ejemplo de esto es la lucha por el derecho al aborto a través del referéndum en Irlanda en 2018: las partes avanzadas del movimiento sabían muy bien que el referéndum sólo podía ganarse a través del esfuerzo colectivo y con el voto de los hombres para abolir la prohibición del aborto. Los intentos de los movimientos feministas de utilizar los métodos de lucha de la clase obrera – como la huelga – para hacer cumplir las demandas feministas, contra el acoso sexual en el trabajo y demás, son un ejemplo importante del poder de tales luchas colectivas.

Cualquier análisis y método político que no adopte un punto de vista de clase – que no concluya que las similitudes entre los trabajadores son mayores que las diferencias y que la clase obrera es la única fuerza que puede luchar por un cambio social fundamental a través de los movimientos de masas termina, de una manera u otra, haciendo de los cambios en el comportamiento individual su principal campo de lucha. Es bueno que los hombres cuestionen y cambien su propio comportamiento sexista. Sin embargo, esto no cambia las estructuras sociales fundamentales. En última instancia, la pregunta es: ¿quién es el verdadero enemigo?

Mientras que algunas partes de la llamada segunda ola del feminismo se limitan a considerar a los hombres como el principal enemigo, los nuevos enfoques de las políticas de identidad no suelen tener un análisis tan falso del enemigo político y de quién o qué hay que combatir. Pero debido a la fuerte individualización de la teoría y la práctica, se pierden de vista las “grandes” dimensiones sociales. Vemos aquí la aplicación del postmodernismo al movimiento feminista. La clase dominante, que es responsables de los agravios sociales, económicos, políticos y, por tanto, también de las estructuras sexistas de opresión, de la política misógina y sexista, ya no tienen por qué sentirse realmente amenazados cuando las luchas feministas se limitan a hacer simplemente “visible” la discriminación o a llamar a los individuos a reflexionar sobre “sus propios privilegios”.

No hay socialismo sin liberación de la mujer, no hay liberación de la mujer sin socialismo. 

Alexandra Kollontai escribió en 1920, después de la Revolución de Octubre en Rusia, sobre los cambios en la familia y entre los sexos causados por los trastornos en las relaciones sociales:

“No hay razón para ocultarnos la verdad: la familia normal de los primeros tiempos, en la que el hombre lo era todo y la mujer nada, ya que no tenía voluntad propia, ni dinero ni tiempo, cambiando día a día; casi pertenece al pasado. Pero no debemos tener miedo de esta condición. Ya sea por error o por ignorancia, estamos dispuestos a creer que todo lo que nos rodea puede permanecer inalterable mientras todo cambia. “Esto siempre ha sido así y siempre será así” – ¡No hay nada más erróneo que este proverbio! Basta con leer cómo vivía la gente en el pasado, e inmediatamente aprenderemos que todo está sujeto a cambios y que no hay costumbres, ni organizaciones políticas ni morales que permanezcan inalterables e intocables”.

No hay diferencias insuperables entre los sexos. La clase obrera es capaz de superar las divisiones de género, color de la piel, religión, y construir una sociedad socialista en la que no sea el beneficio de la clase dominante el eje de las relaciones humanas y las estructuras sociales, sino las necesidades y capacidades de todos.

Los movimientos de masas de 2019 en casi todas las partes del mundo, algunos de los cuales continúan hoy en día, se caracterizaron en gran medida por un carácter juvenil y proletario, con las mujeres a la cabeza. Las mujeres suelen ser las militantes más decididas de los movimientos revolucionarios debido a su opresión específica. La lucha contra el sexismo y la opresión de la mujer está más unida que nunca a la construcción de un poderoso movimiento obrero capaz de abolir el podrido sistema capitalista con todas sus estructuras e ideologías incrustadas, y superar así finalmente las bases de la opresión de la mujer.